Durante décadas, los oncólogos han ofrecido a sus pacientes tres tratamientos principales: cirugía, quimioterapia y radioterapia. A lo largo de los años, el perfeccionamiento de esas técnicas sin duda agresivas ha hecho más llevaderos los efectos secundarios más graves.
Al mismo tiempo, su eficacia ha aumentado de forma notable. Incluso se dispone de nuevos medicamentos específicos contra ciertos tipos de cáncer. Si consideramos el conjunto de los tumores invasivos, la tasa media de supervivencia a cinco años ha aumentado de un 50 un 66 por ciento en los últimos treinta y tantos años. Pero a pesar de esos avances, muchos de los que han logrado superar un cáncer no poseen una esperanza de vida normal.
Durante tiempo se ha buscado una estrategia que, sin provocar efectos secundarios graves, permitiera alargar la vida de los pacientes al instigar a sus propias defensas a combatir mejor las malignidades. Pero decenios de esfuerzo no han hecho sino encadenar un fracaso tras otro. En los años ochenta del siglo pasado, la esperanza de que el interferón, una molécula del sistema inmunitario, activara las defensas del organismo contra todos o casi todos los tipos de cáncer se desvaneció tras pocos años de estudios. A pesar de sus importantes aplicaciones actuales, el interferón no se ha convertido en el curalotodo que entonces se creyó. Durante la primera década de este siglo se emprendieron numerosos ensayos clínicos en los que se utilizaban estrategias con vacunas muy diversas, pero ninguna parecía funcionar. Daba la impresión de que la tan esperada arma contra un amplio espectro de tumores nunca se materializará.
Y aún no lo ha hecho. Pero en verano de 2010 ocurrió algo que. hace pensar que la época de arrancadas en falso y callejones sin salida está llegando a su fin: la Agencia Federal de Fármacos y Alimentos (FDA) de Estados Unidos aprobó la primera vacuna contra el cáncer. El fármaco, Provenge, no cura la enfermedad pero, combinado con la quimioterapia estándar, ya ha proporcionado unos meses más de vida a cientos de hombres con cáncer de próstata avanzado.
Ese giro positivo en los acontecimientos tuvo lugar después de que se reexaminasen ciertas suposiciones básicas sobre el modo en que el sistema inmunitario luchaba contra células cancerosas, así como la manera en que los tumores se defendían de dicho ataque. Hoy en día los oncólogos se muestran optimistas y creen en la posibilidad de desarrollar nuevos tratamientos, muy específicos, que estimulen el sistema inmunitario. Al emplearlos de forma sistemática junto con la cirugía, la quimioterapia y la radioterapia, se podría vencer al cáncer sin desencadenar efectos secundarios peores que un fuerte resfriado.
Un nuevo aliado
Muchos de nosotros nos centramos en las vacunas terapéuticas contra el cáncer. A diferencia de las vacunas habituales, que evitan la proliferación de agentes infecciosos, posibles causantes de daños cerebrales, parálisis o cáncer de hígado, las vacunas terapéuticas contra el cáncer entrenan al organismo para que reconozca y destruya las células cancerosas existentes en los tejidos y para que mantenga a raya a las nuevas mucho después de finalizar el tratamiento.
Pero hablar sobre el desarrollo de tales medicamentos resulta más fácil que llevarlo a la práctica. La mayoría de las vacunas preventivas desencadenan una sencilla respuesta de anticuerpos que protege contra numerosas infecciones. Al unirse a los virus de la gripe, por ejemplo, los anticuerpos evitan la infección de las células. Sin embargo, las respuestas basadas en anticuerpos no son lo bastante fuertes como para destruir las células cancerosas. Para realizar esa tarea, el sistema inmunitario necesita estimular un grupo concreto de células, los linfocitos T, de los que se distinguen dos tipos principales. Para diferenciar uno de otro se hace referencia a sus receptores, CD4 o CD8, unas proteínas características que se localizan en la parte externa de la membrana celular. Los linfocitos T que expresan receptores CD8 son los mejor especializados en la destrucción de células cancerosas, siempre que se les enseñe a reconocerlas como peligrosas. ( Los linfocitos T que presentan receptores CD8 se designan CD8+.)
A pesar de ese panorama complejo, la creación de una vacuna contra el cáncer no constituye una idea nueva.
Pero el estudio del sistema inmunitario y de su posible papel en el cáncer no se detuvo. De forma gradual, fueron acumulando datos que respaldaban la hipótesis, propuesta por Paul Ehrlich en 1909, de que el sistema inmunitario vigila y destruye sin cesar las células cancerosas que se van formando. La denominada teoría de la vigilancia inmunitaria cosechó aún más credibilidad durante los años ochenta, después de calcular que la elevada frecuencia de mutaciones espontáneas observada en las células humanas debería haber dado lugar a muchos más tumores malignos de los que se detectaban en realidad. De alguna manera, el organismo descubría y destruía continuamente numerosas células cancerosas por su cuenta.
Incluso cuando un tumor escapaba de la destrucción, el sistema inmunitario seguía luchando, aunque con menor efectividad. Desde hacía tiempo los patólogos se habían percatado de que los tumores solían tener células inmunitarias infiltradas, lo que hizo pensar en ello como <<heridas que no se curaban>>.
Nuevos experimentos demostraron que, a medida que crecía, el tumor iba liberando cada vez más sustancias que eliminaban de forma activa los linfocitos T. La cuestión consiste ahora en saber diseñar vacunas contra el cáncer que incline la balanza a favor de los linfocitos T y los ayude a erradicar el tumor.
Un primer paso en esa dirección se reazlizó en 2002, cuando un equipo del Instituto Nacional del Cáncer (NCI) de EE.UU. demostró que otro tipo de linfocito T, la célula CD4+, desempeñaba una función esencial en la respuesta defensiva contra el cáncer. Las células CD4+ actúan como <<generales>> del sistema inmunitario: dan órdenes a los <<soldados de a pie>> , las células CD8+, sobre el objetivo que deben atacar y destruir. El equipo del NCI extrajo linfocitos T de 13 pacientes con melanoma avanzado que presentaba metástasis(los tumores se habían esparcido por todo el cuerpo). En un tubo de ensayo, los investigadores activaron de forma selectiva los linfocitos extraídos para que dirigiesen su ataque contra las células del melanoma. A continuación, cultivaron las células activadas en grandes cantidades y las reintrodujeron en el paciente. La estrategia del equipo del NCI, conocida como inmunoterapia adoptiva, representa, de hecho, una suerte de autotrasplante de células inmunitarias (modificadas artificialmente en el exterior del organismo). Difiere, por tanto, de la vacunación, que hace que el sistema inmunitario genere en el propio cuerpo células específicas para combatir el cáncer.
Con anterioridad se había comprobado que la inmunoterapia adoptiva sólo con células CD8+ no desencadenaba el efecto deseado. Pero cuando añadieron células CD4+ a la mezcla, se obtuvieron resultados extraordinarios. El tamaño de los tumores se redujo de forma espectacular en seis pacientes; además, el análisis sanguíneo de dos de ellos demostró que, nueve meses después de haber finalizado el tratamiento, seguían fabricando por su cuenta células inmunitarias anticancerosas. Los enfermos tratados experimentaron síntomas parecidos a los de la gripe, aunque cuatro de ellos también padecieron una compleja reacción autoinmunitaria que les provocó la pérdida de pigmentación en algunas partes de la piel.
Los resultados del NCI ofrecían pruebas convincentes de la teoría planteada: se podía estimular una respuesta inmunitaria de linfocitos T con la suficiente precisión como para destruir tumores. En el experimento, el número de células inmunitarias clonadas necesarias para cada paciente era abrumador: más de 70.000 millones de células CD8+ y CD4+, lo que suponía un volumen de varios cientos de mililitros. Pero, por lo menos, la comunidad científica tenía ahora la certeza de la eficacia de la inmunoterapia contra el cáncer. El siguiente paso consistía en averiguar una forma de obtener el mismo resultado pero de un modo más simple, sin tener que extraer células del organismo, cultivarlas en gran cantidad y después reinyectarlas. En otras palabras, ayudar a que el organismo generase por sí solo la mayoría de las células que necesita, igual que hace cuando responde a una vacuna eficaz.
Múltiples estrategias
Para fabricar una vacuna contra el cáncer se necesitan tres pasos. El primero, determinar la característica molecular, o antígeno, de un tumor maligno que el sistema inmunitario reconocerá como foránea y por tanto intentará destruir. El segundo, decidir cómo administrar un agente desencadenante ( o vacuna) que lleve al sistema inmunitario a atacar a las células cancerosas. Y el tercero, elegir los pacientes y el momento propicio en el curso de la enfermedad para administrar la vacuna.
Durante los últimos años, la industria biotecnológica ha estudiado una amplia gama de proteínas y fragmentos de proteínas (péptidos) como posibles incitadores de una respuesta inmunitaria robusta capaz de destruir células cancerosas. Las alteraciones genéticas que dan lugar a la proliferación descontrolada de las células cancerosas las llevan, asimismo, a sintetizar cantidades de proteínas muy superiores a lo habitual. Unas diez compañías han seleccionado algunos de esos péptidos y han cumplido con los dos primeros requisitos para crear una vacuna contra el cáncer: identificar un agente desencadenante y saber cómo administrarlo. Para ver esas secuencias de péptidos, estudiarlas, compararlas…se puede realizar en la base de datos Pubmed.
La estrategia de algunas compañías como Dendreon, fabricante de Provenge (recientemente aprobado por la FDA), consistió en proporcionar sustancias específicas de las células cancerosas a un tipo de células inmunitarias, las células dendríticas. Diseminadas por todo el organismo, en particular en los tejidos que se encuentran en contacto con el exterior (como la piel o el revestimiento del tubo digestivo), esas células actúan como los centinelas del sistema inmunitario y forman parte de la primera línea de defensa que se encarga de alertar a los linfocitos T de que algo anda mal. Sin embargo, como las células inmunitarias sólo admiten órdenes de otras genéticamente iguales a ellas, hay que extraer de cada enfermo las células dendríticas necesarias para el tratamiento; a continuación, hay que introducir en ellas la proteína específica del cáncer y, por fin, volverlas a inyectar en el paciente. Entre sus efectos secundarios se incluyen escalofríos, fiebre, cefalea y, con menor frecuencia, ictus. No obstante, un ensayo clínico a corto plazo demostró que los enfermos con cáncer de próstata avanzados tratados con Provenge vivían, por término medio, al menos cuatro meses más que sus homólogos no tratados.
Los siguientes pasos
La aprobación por la FDA de Provenge y los prometedores datos preliminares de ensayos clínicos llevados a cabo por diversas compañías, indican que nos estamos adentrando en una nueva era en el desarrollo de vacunas contra el cáncer. Pero a medida que avanzamos descubrimos que los logros de la inmunoterapia no pueden medirse con los mismos criterios que los de la quimioterapia o la radioterapia. Los dos últimos tratamientos demuestran en poco tiempo su efecto; en el plazo de unas semanas, el tamaño de los tumores se reduce, en caso favorable, o no se modifica, en caso desfavorable. En cambio, tras un tratamiento con una vacuna contra el cáncer, el sistema inmunitario podría tardar hasta un año antes de detener de modo notable el crecimiento del tumor.
A pesar de esos obstáculos, los resultados son claros: se puede estimular el sistema inmunitario de un paciente para ayudarlo a combatir el cáncer. Este convencimiento ha proporcionado una enorme esperanza a los investigadores del ámbito académico y de la industria privada, que han perseverado en sus intentos a pesar de cosechar tantos fracasos.